sábado, 18 de enero de 2014

FENÓMENOS EXTRAÑOS.

La cara es el espejo del pene. Así disertaba el doctor Sanchís ante su auditorio.
 Participaba en un ciclo de conferencias sobre ciencias ocultas. El público se alborotaba a ratos; pero al doctor le precedía buena fama de experto en parasicología y quiromancia, así que se podía permitir cualquier salida de tono, ya que por lo general eran aceptadas, igual que los acólitos asumen las indicaciones del líder sin hacerse muchas preguntas. Pero la fama por sí sola no paga las facturas. Y las conferencias tampoco. Había que completar sueldo con lo que saliera. Una de esas oportunidades se presentó al acabar la charla. Se acercó a él cogiéndole por la manga de la chaqueta. Observó que la mano que lo sujetaba, era poseedora de uno de los anillos de brillantes más robustos que había visto nunca, así que no dudó en buscar la mirada de quien requería su atención:
-Señora, en relación con los dedos, la palma de la mano es el mundo material.
Mar le dijo que se dejase de chorradas. Tenía que ayudarla con Luisa, su hija. Le propuso un trabajo. El doctor Sanchís lo aceptó. Necesitaba el dinero.
Aquella misma tarde recibió la llamada de Luisa pidiéndole consulta en su gabinete privado:
-Normalmente doy las citas para tres meses -mentira cochina-; pero casualmente mañana tengo un hueco inesperado. Un terrible accidente.
-Doctor: necesito verle cuanto antes. Me caso; quiero estar segura de que no me equivoco.
            Luisa apareció puntual por el despacho. Era chica de pamela, de hipódromo y de disfrute de la madurez del rancio abolengo. Miró con atención los títulos de quiromancia, cartomancia, parapsicologías varias y doctorandos en ciencias ocultas por las distintas universidades  tan opacas como los títulos que decían ofertar,  y decidió ir a un bar a tomar un güisqui.
-Ahora nos vamos a un bar, a tomarnos un algo.
-Luisa ¿puedo tutearle? ¿sí? Luisa: no sé si esto nos va a alejar de nuestro propósito. No suelo leer las manos,  ni echar cartas en un bar.
-Qué nos va a alejar. Déjate llevar, hombre.
Y nos dejamos llevar. Y perdimos nuestro propósito. Y nos hicimos una ruta por los bares probándolos todos -los güisquis-, que parecía que estábamos de fin de semana en Escocia y acabamos acostándonos, los dos, juntos, en su piso de soltera.
Recibí la llamada de Mar interesándose por los resultados de mis predicciones respecto a la boda. Las explicaciones no fueron todo lo satisfactorias que me propuse, así que la conversación acabó con una amenaza de denuncia por fraude si no terminaba el trabajo. Estuve a punto de decirle que no lo haría, que me había enamorado, que quería a su hija y que sería yo el que se casaría con ella. Pero Mar colgó el teléfono mucho antes de que yo hubiese conseguido un mínimo  de valor para decir todo aquello.
Las siguientes citas con Luisa se sucedieron continuas hasta el  día del enlace. Yo tenía que decirle -en eso consistía el encargo de su madre- mediante las artes adivinatorias y del más  allá, que su novio era un crápula, una mala persona y un muerto de hambre que la iba  a dejar viuda antes de darle un hijo y lo que es peor; sin un euro:
-Luisa: estoy enamorado.
Y Luisa me hablaba de los griegos, del trirreme, del Renacimiento. Y cuando comenzaba a hablarme de Dios yo me lanzaba a devorar su cuerpo y se ponía encima de mí, susurrándome que era ella la que me poseía, y no al revés. Y aprovechaba para recitar - mientras cabalgaba- versos del poeta granadino:
Si el azul es un ensueño
¿qué será de la inocencia?

Mar, por su parte, me llamaba a todas horas, escupiéndome por  el auricular, y yo le decía que estaba copulando con su hija, allí mismo, que en ese momento la tenía encima así, sin más. Y Luisa cogía el teléfono y le decía a su madre que estaba ocupada, que dejase de molestar, que iba a correrse. Un despropósito. Un delicioso disparate con sabor a mil sabores, todos a la vez y de todos los colores y de todos los sonidos bien sonantes.

¿Y si el amor nos engaña?
¿Quién la vida nos alienta
si el crepúsculo nos hunde…


El día del enlace Luisa solo tuvo ojos para su maridito. No me dirigió una mirada, una sonrisa cómplice, un atisbo de esperanza. En la iglesia, de santos de postín y de obispo celebrante, solo se escuchaban las bienaventuranzas a los novios, y yo me sentí más solo que cuando en una ocasión  se olvidaron, siendo un niño, de recogerme a la salida del colegio. Cuando pasaron el cepillo transformé en billetes de cincuenta los pañuelos de las señoras lloronas. Pero nada: la novia ni se inmutó. Al acercarme a ella para felicitarla le susurré palabras de amor, y de su velo de seda hice aparecer mil mariposas de colores, aunque no fueron suficientes para ablandar su corazón. Las palomas blancas, inmaculadas, que volaron a la salida de los novios, las puse yo sacándolas de mi chistera. Transformé la calabaza en carruaje; el arroz en pétalos de rosas; y la tarta se cortó con un sable saladino que previamente regurgité  de mi estómago. Todo fue inútil y abandoné la fiesta convencido de que había hecho lo posible por recuperar los favores de Luisa. De regreso a casa, malhumorado y hundido lo vi  claro: decidí matricularme en un curso de velas negras, mal de ojo y vudú haitiano que anunciaba un cartel cochambroso pegado a una farola.

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