La cara es el espejo
del pene. Así disertaba el doctor Sanchís ante su auditorio.
Participaba en un ciclo de conferencias sobre
ciencias ocultas. El público se alborotaba a ratos; pero al doctor le precedía
buena fama de experto en parasicología y quiromancia, así que se podía permitir
cualquier salida de tono, ya que por lo general eran aceptadas, igual que los
acólitos asumen las indicaciones del líder sin hacerse muchas preguntas. Pero
la fama por sí sola no paga las facturas. Y las conferencias tampoco. Había que
completar sueldo con lo que saliera. Una de esas oportunidades se presentó al
acabar la charla. Se acercó a él cogiéndole por la manga de la chaqueta. Observó
que la mano que lo sujetaba, era poseedora de uno de los anillos de brillantes
más robustos que había visto nunca, así que no dudó en buscar la mirada de
quien requería su atención:
-Señora, en relación con los dedos, la palma
de la mano es el mundo material.
Mar le dijo que se
dejase de chorradas. Tenía que ayudarla con Luisa, su hija. Le propuso un
trabajo. El doctor Sanchís lo aceptó. Necesitaba el dinero.
Aquella misma tarde recibió
la llamada de Luisa pidiéndole consulta en su gabinete privado:
-Normalmente doy las citas para tres meses -mentira
cochina-; pero casualmente mañana tengo un hueco inesperado. Un terrible
accidente.
-Doctor: necesito verle cuanto antes. Me caso; quiero
estar segura de que no me equivoco.
Luisa
apareció puntual por el despacho. Era chica de pamela, de hipódromo y de
disfrute de la madurez del rancio abolengo. Miró con atención los títulos de
quiromancia, cartomancia, parapsicologías varias y doctorandos en ciencias
ocultas por las distintas universidades tan opacas como los títulos que decían ofertar, y decidió ir a un bar a tomar un güisqui.
-Ahora nos vamos a un bar, a tomarnos un algo.
-Luisa ¿puedo tutearle? ¿sí? Luisa: no sé si esto nos va
a alejar de nuestro propósito. No suelo leer las manos, ni echar cartas en un bar.
-Qué nos va a alejar. Déjate llevar, hombre.
Y nos dejamos llevar. Y
perdimos nuestro propósito. Y nos hicimos una ruta por los bares probándolos
todos -los güisquis-, que parecía que estábamos de fin de semana en Escocia y
acabamos acostándonos, los dos, juntos, en su piso de soltera.
Recibí la llamada de Mar
interesándose por los resultados de mis predicciones respecto a la boda. Las
explicaciones no fueron todo lo satisfactorias que me propuse, así que la
conversación acabó con una amenaza de denuncia por fraude si no terminaba el
trabajo. Estuve a punto de decirle que no lo haría, que me había enamorado, que
quería a su hija y que sería yo el que se casaría con ella. Pero Mar colgó el
teléfono mucho antes de que yo hubiese conseguido un mínimo de valor para decir todo aquello.
Las siguientes citas con
Luisa se sucedieron continuas hasta el
día del enlace. Yo tenía que decirle -en eso consistía el encargo de su
madre- mediante las artes adivinatorias y del más allá, que su novio era un crápula, una mala
persona y un muerto de hambre que la iba
a dejar viuda antes de darle un hijo y lo que es peor; sin un euro:
-Luisa: estoy enamorado.
Y Luisa me hablaba de los griegos, del trirreme, del
Renacimiento. Y cuando comenzaba a hablarme de Dios yo me lanzaba a devorar su
cuerpo y se ponía encima de mí, susurrándome que era ella la que me poseía, y
no al revés. Y aprovechaba para recitar - mientras cabalgaba- versos del poeta
granadino:
Si el
azul es un ensueño
¿qué será de la inocencia?
…
¿qué será de la inocencia?
…
Mar, por su parte, me llamaba a todas horas, escupiéndome por el auricular, y yo le decía que estaba copulando con su hija, allí mismo, que en ese momento la tenía encima así, sin más. Y Luisa cogía el teléfono y le decía a su madre que estaba ocupada, que dejase de molestar, que iba a correrse. Un despropósito. Un delicioso disparate con sabor a mil sabores, todos a la vez y de todos los colores y de todos los sonidos bien sonantes.
¿Y si
el amor nos engaña?
¿Quién la vida nos alienta
si el crepúsculo nos hunde…
¿Quién la vida nos alienta
si el crepúsculo nos hunde…
El
día del enlace Luisa solo tuvo ojos para su maridito. No me dirigió una mirada,
una sonrisa cómplice, un atisbo de esperanza. En la iglesia, de santos de
postín y de obispo celebrante, solo se escuchaban las bienaventuranzas a los
novios, y yo me sentí más solo que cuando en una ocasión se olvidaron, siendo un niño, de recogerme a
la salida del colegio. Cuando pasaron el cepillo transformé en billetes de
cincuenta los pañuelos de las señoras lloronas. Pero nada: la novia ni se
inmutó. Al acercarme a ella para felicitarla le susurré palabras de amor, y de
su velo de seda hice aparecer mil mariposas de colores, aunque no fueron
suficientes para ablandar su corazón. Las palomas blancas, inmaculadas, que volaron
a la salida de los novios, las puse yo sacándolas de mi chistera. Transformé la
calabaza en carruaje; el arroz en pétalos de rosas; y la tarta se cortó con un
sable saladino que previamente regurgité
de mi estómago. Todo fue inútil y abandoné la fiesta convencido de que
había hecho lo posible por recuperar los favores de Luisa. De regreso a casa,
malhumorado y hundido lo vi claro:
decidí matricularme en un curso de velas negras, mal de ojo y vudú haitiano que
anunciaba un cartel cochambroso pegado a una farola.
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