Le dijeron que viviría en la ciudad de Sevilla, la más luminosa y plácida del mundo (no
le hablaron del calor), le dijeron que pasaría susurrantes días en un palacio
árabe, con jardines llenos de animales alados y unicornios, con árboles cuyos
frutos daban esmeraldas y rubíes, acompañada del sonido tenue del agua
corriendo por las fuentes de mármol y mecida por noches estrelladas de
diamantes. Embarcó
en Tönsberg con destino a Valladolid para casarse con el infante Don Felipe, hermano de Alfonso X el Sabio. Siete
meses de viaje en los que la princesa noruega paseó su melena rubia por la
costa inglesa, la Normandía francesa y los condados catalanes. Por donde
pasaba, reyes y príncipes le pedían en matrimonio anonadados por su belleza
escandinava, pero en la Edad Media, las chicas no tomaban decisiones y menos
las princesas. El primer año lo pasó buscando la sombra. El segundo, las
piedras preciosas; solo encontró higueras cargadas de brevas y naranjos. Al
tercero, llegó a la conclusión de que los unicornios no eran más que borricos
desaliñados y al cuarto año de su llegada, se embarcó clandestina en una galera
y Guadalquivir arriba, llegó a mar
abierto, en donde buscó hasta el fin de sus días, las noches estrelladas de
diamantes.
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