domingo, 2 de noviembre de 2014

La princesa Kristina




Le dijeron que viviría en la ciudad de Sevilla, la más luminosa y plácida del mundo (no le hablaron del calor), le dijeron que pasaría susurrantes días en un palacio árabe, con jardines llenos de animales alados y unicornios, con árboles cuyos frutos daban esmeraldas y rubíes, acompañada del sonido tenue del agua corriendo por las fuentes de mármol y mecida por noches estrelladas de diamantes. Embarcó en Tönsberg con destino a Valladolid para casarse con el infante Don  Felipe, hermano de Alfonso X el Sabio. Siete meses de viaje en los que la princesa noruega paseó su melena rubia por la costa inglesa, la Normandía francesa y los condados catalanes. Por donde pasaba, reyes y príncipes le pedían en matrimonio anonadados por su belleza escandinava, pero en la Edad Media, las chicas no tomaban decisiones y menos las princesas. El primer año lo pasó buscando la sombra. El segundo, las piedras preciosas; solo encontró higueras cargadas de brevas y naranjos. Al tercero, llegó a la conclusión de que los unicornios no eran más que borricos desaliñados y al cuarto año de su llegada, se embarcó clandestina en una galera y Guadalquivir arriba,  llegó a mar abierto, en donde buscó hasta el fin de sus días, las noches estrelladas de diamantes.

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