viernes, 6 de diciembre de 2013

LAS NARANJAS DEL SIRIUS

                                   LAS NARANJAS DEL SIRIUS                           
                                                                                           A Lidia Damunt.

El verano. La estación de la infancia. De las chicharras siesteras y de los grillos nocturnos. El mediterráneo moribundo, pero que a tus pies se aparece infinito y hermoso. Tengo un apartamento en la playa. Llamadme burgués. Lo soy. ¿Qué queréis? Únicamente me dejo llevar por la corriente. Y no por la del mar precisamente, si no por la de esta sociedad que te arrastra con sus obligaciones: rozando los cuarenta, soltero, sin hijos… solo te falta veranear con tus padres. Y por ahí no. Otra hipoteca y apartamentito cuco, mono. En Calblanque. El paraíso. Aquí reposarán mis cenizas. Sonarán Family mientras los dos o tres amigos que me queden beben vino blanco.  Urbanización blanca. De paredes lisas. En pleno estío hay que ponerse las gafas de sol para mirar el edificio. Con la burbuja inmobiliaria la he comprado a buen precio. Casi nunca hay nadie. Los propietarios trabajan todo el día para poder pagar  una casa en la que casi no pueden permanecer. Veinte días en agosto, si acaso. Tengo vecinos. No nos saludamos. No nos conocemos. No coincidimos. Ni falta que hace. Son matrimonio. Mediana edad. No discuten. No se les oye. No tienen hijos-gracias de corazón-. No se ríen a carcajadas. No se ríen. No lloran. No follan. No hablan, ni bajan a la piscina ni van a la playa. Los considero maestros de la perfecta educación. Son ideales.
El camino hasta la playa transcurre entre cornicales, artos, rascamoños y palmitos. Naturista. La playa es de despelote. No todo el mundo está dispuesto a comprarse una casa en donde la playa más cercana es nudista. Yo sí. Comunión con la naturaleza. Todo al aire con el aire. Siempre hace viento. Me molesta. Se me vuela la sombrilla. Un día empezó a rodar dando unos botes de escándalo. Parecía clavar el pincho en la arena, pero no. Salía de nuevo impulsada por un viento traicionero. Yo corría detrás de ella. Ridículo. En bolas corriendo detrás de la maldita sombrilla. Más ridículo. La cazó un tío negro como el tizón. Me enseñó a poner la sombrilla de tal forma que no se volase aunque soplara el mismísimo Katrina. Paco era torrero de faro.
-¿Todavía existe esa profesión?
-Sí.
-Ah…
Me invitó a conocer el faro de Cabo de Palos. Después os lo cuento.
            Evidentemente, los vecinos de la urbanización son de miras amplias y de progresismo ilustrado. Y de progresismo sexual. La playa es grande pero las feromonas sobrevuelan el ambiente. Ambiente cálido, la arena fina, los bancos de peces entre los que puedes nadar. No hace falta recurrir al Cialis. Te pones cachondo. Directamente. Por eso practico nudismo. Porque el contacto físico-visual con la naturaleza-otros cuerpos, me devuelve a la vida después del invierno. Me gustan las playas nudistas y el arte. No tuve reparos en presentarme –cuando no tenía un duro/euro- a las pruebas de modelos de la facultad de Bellas Artes de la UMU. Tenía que posar para los alumnos. Asignaturas: Morfología Artística, Movimiento, Representación Escultórica del Cuerpo Humano, Procedimiento y Técnicas Pictóricas y Fotografía. Lo más difícil de aquel trabajo era permanecer inmóvil. Quieto. Estático. Entonces parecía picarte todo. Aprendí, entonces, a dominar mi cuerpo. Todo está en el cerebro. Y yo mando en él. Hay cosas que no se pueden controlar. Por mucho que practiques. Una erección, por ejemplo,(el priapismo juvenil es una bendición). Tuve una en Morfología Artística. Además era un posado de perfil. Mal momento y peor solución. Risas entrecortadas. Mi pose de guerrero griego mancillada por aquel invitado inesperado. Una alumna lo plasmó con su carboncillo, tal cual. Sobresaliente. El resto dejaron al pájaro durmiendo.
            Los defensores del naturismo venden la película del contacto con la naturaleza, la imposición absurda del vestido, la libertad, aceptar como somos y aceptar el cuerpo del de al lado, el respeto, la tolerancia y mil cosas más que yo resumo en una: somos seres altamente freudianos y todos nuestros actos tienen un sentido sexual. Vamos, que lo de liberarnos de tabúes está muy bien pero las playas nudistas están llenas de gente cachonda. Además hay un resorte biológico que a los que somos propensos a la poca vergüenza, se nos dispara con la edad. Me explico; Este tipo de playas están llenas de viejos y viejas. Tetas enormes, carnes flácidas, testículos descomunales y penes curtidos en mil correrías. Es como si llegada la edad de la jubilación, también lo hiciesen de los prejuicios. Y claro, ¡mantengamos un poco el sentido estético! Lo siento; todo no vale. Los cuerpos jóvenes -y para qué negarlo- los más bellos, son más caros de ver. Dan ganas de acercarse a ellos y decirles que lo hagan ya, que no esperen a tener cientos de años, que enseñen –ahora que pueden- lo que tienen o que callen para siempre. Pero la juventud es terca, tozuda. No escuchan ni aceptan consejos. La gente joven es como tiene que ser; descreída, desvergonzada (menos en desnudarse en una playa), sectaria y divina. La juventud es divina. Se pasa rápido. Ser joven es un estado traicionero. Cuando quieres agarrarla para que no se vaya nunca, para que no opte por desaparecer, te deja en la estacada y se volatiliza. Si te encuentras a alguien joven excesivamente educado, culto, buen estudiante, amante de la familia, con las ideas muy claras respecto a su futuro y feliz, acabas pensando de él que es un viejo prematuro. Los jóvenes tienen que ser gamberros y crápulas por definición. Los jóvenes hacen el amor sin preservativo y tienen embarazos no deseados. Las chicas a las que les pasa esto se despiden del divino tesoro por arte del Predictor. Se hacen adultas por imposición intrauterina. Suele acabar mal. El chico huye con su esperma hacia otros lares, pero ya ha entrado por la puerta de atrás de los adultos y quedará marcado de por vida. La juventud es peligrosamente adictiva y tan efímera que se presta a malgastarla sin contemplaciones, como  un jugador descerebrado arriesgando la casa de sus hijos en una partida infernal de póquer.
            Paco, el farero, ya hacía tiempo que había olvidado que alguna vez fue joven. Yo, que atravesaba -como si de un maldito lugar común se tratase- la crisis de los cuarenta, no conseguía deshacerme de los recuerdos de juventud, pero también había dejado de serlo. Ahora, convencido de que objetivos más intelectualoides, podrían redimirme de la añoranza del tiempo que pasa, me había convertido en un escritor tardío y sin obra publicada que aprovechaba cualquier oportunidad que me brindasen las circunstancias y todo lo que pasaba a mi alrededor para inyectar, como si de un yonki ochentero se tratase, la heroína de la vida en mis venas de cuarentón y así poder sentir que seguía vivo. No dudé en aceptar la invitación de Paco, y una tarde  me presenté en Cabo de Palos, en el faro que vio hundirse –como testigo mudo de la Historia- al Sirius en 1906. El vapor italiano, con sus dos chimeneas y tres mástiles,  unía Génova con Brasil y Argentina. Un cuatro de agosto por la tarde, con el mar en calma, el Sirius chocó, encalló y se hundió en el Bajo de Fuera. Se llevó consigo a más de doscientas cincuenta pasajeros y un enorme cargamento de naranjas embarcadas en el puerto de Alcira. Todavía reposa en fondo del mar.  El mar. Estar en él es como volver al vientre materno. Pero no flotando como si fueses una boya barrigona. Me refiero dentro, con una masa inmensa de hache dos o encima de tu cabeza. Aunque tal vez el famoso vientre materno no sea tan agradable… ¿Quién lo afirma? ¿algún neonato superdotado?¿cómo podemos saber que es un espacio tan placentero? ¿por qué, si no, cuando te quedas encerrado en un ascensor  te dan los siete males? Un ascensor cerrado que se para entre el tercer y cuarto piso puede ser como un vientre materno. ¿no estabas tan a gusto en un espacio pequeño, rodeando de líquido ammiótico y en posición fetal? Pues hala, adopta la postura y ¡quédate en el puto ascensor! Pero a lo que iba. No dejéis que me despiste.
            Einstein decía que el empleo de farero era una de las situaciones más apetecibles para un investigador. Un trabajo relativamente sencillo capaz de proporcionar la tranquilidad y contemplación necesarias para abordar la investigación científica. Paco no era precisamente un científico, pero tenía algo de loco. Después de bebernos unos vinos subimos a lo más alto del faro. Todavía no era de noche  pero Paco encendió la lámpara.
Después de perseguir algunas gaviotas y algún que otro cormorán dirigí los prismáticos a un enorme petrolero que se abría paso en el horizonte. Salimos fuera. Una balconada rodeaba aquella zona del faro. Nos sujetamos a la barandilla. Alguien silbaba a mis oídos. Era la voz del mar; continua, poderosa y rítmica. Imposible escuchar lo que decía Paco. El mar lo inundaba todo y a todos mientras giraba alrededor de la lámpara, contándonos a cada uno de nosotros, una historia diferente e íntima. Paco apareció con una cometa. Se elevó, rauda, más allá de la zona de vuelo de las gaviotas, que curiosas, observaban a la intrusa. Pude oírle gritar: “Es el único faro del mundo desde el que se vuelan cometas.” Fue sacando una cometa tras otra, hasta ocho. Anudadas a la barandilla, volaban alto, rodeándonos y compitiendo entre ellas por elevarse un poco más.  Pude sentir como aquella mole de piedra se desgajaba de sus cimientos centenarios y el faro, impulsado por el viento, se elevaba guiado por sus alas de tela hacia un viaje incierto e infinito. Debajo de nosotros, el Mediterráneo seguía brillando, ayudado por el sol, con ese azul intenso, que de mágico, se confundía con el cielo.        
Salí de allí trastabillando a cada paso que daba. Parecía como si mil abejas estuviesen zumbando dentro de mi cabeza. La playa de Palos se abría a mis pies, desierta, y pude observar como cientos de pequeñas, redondas y  anaranjadas naranjas valencianas luchaban entre sí por abrirse paso y llegar al fin, triunfales, hasta  la orilla.


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