LAS
NARANJAS DEL SIRIUS
A Lidia Damunt.
El
verano. La estación de la infancia. De las chicharras siesteras y de los
grillos nocturnos. El mediterráneo moribundo, pero que a tus pies se aparece
infinito y hermoso. Tengo un apartamento en la playa. Llamadme burgués. Lo soy.
¿Qué queréis? Únicamente me dejo llevar por la corriente. Y no por la del mar precisamente,
si no por la de esta sociedad que te arrastra con sus obligaciones: rozando los
cuarenta, soltero, sin hijos… solo te falta veranear con tus padres. Y por ahí
no. Otra hipoteca y apartamentito cuco, mono. En Calblanque. El paraíso. Aquí
reposarán mis cenizas. Sonarán Family mientras los dos o tres amigos que me
queden beben vino blanco. Urbanización
blanca. De paredes lisas. En pleno estío hay que ponerse las gafas de sol para
mirar el edificio. Con la burbuja inmobiliaria la he comprado a buen precio.
Casi nunca hay nadie. Los propietarios trabajan todo el día para poder
pagar una casa en la que casi no pueden
permanecer. Veinte días en agosto, si acaso. Tengo vecinos. No nos saludamos.
No nos conocemos. No coincidimos. Ni falta que hace. Son matrimonio. Mediana
edad. No discuten. No se les oye. No tienen hijos-gracias de corazón-. No se
ríen a carcajadas. No se ríen. No lloran. No follan. No hablan, ni bajan a la
piscina ni van a la playa. Los considero maestros de la perfecta educación. Son
ideales.
El
camino hasta la playa transcurre entre cornicales, artos, rascamoños y palmitos.
Naturista. La playa es de despelote. No todo el mundo está dispuesto a comprarse
una casa en donde la playa más cercana es nudista. Yo sí. Comunión con la
naturaleza. Todo al aire con el aire. Siempre hace viento. Me molesta. Se me
vuela la sombrilla. Un día empezó a rodar dando unos botes de escándalo.
Parecía clavar el pincho en la arena, pero no. Salía de nuevo impulsada por un
viento traicionero. Yo corría detrás de ella. Ridículo. En bolas corriendo
detrás de la maldita sombrilla. Más ridículo. La cazó un tío negro como el
tizón. Me enseñó a poner la sombrilla de tal forma que no se volase aunque
soplara el mismísimo Katrina. Paco era torrero de faro.
-¿Todavía
existe esa profesión?
-Sí.
-Ah…
Me
invitó a conocer el faro de Cabo de Palos. Después os lo cuento.
Evidentemente, los vecinos de la
urbanización son de miras amplias y de progresismo ilustrado. Y de progresismo
sexual. La playa es grande pero las feromonas sobrevuelan el ambiente. Ambiente
cálido, la arena fina, los bancos de peces entre los que puedes nadar. No hace
falta recurrir al Cialis. Te pones cachondo. Directamente. Por eso practico
nudismo. Porque el contacto físico-visual con la naturaleza-otros cuerpos, me
devuelve a la vida después del invierno. Me gustan las playas nudistas y el
arte. No tuve reparos en presentarme –cuando no tenía un duro/euro- a las
pruebas de modelos de la facultad de Bellas Artes de la UMU. Tenía que posar
para los alumnos. Asignaturas: Morfología Artística, Movimiento, Representación
Escultórica del Cuerpo Humano, Procedimiento y Técnicas Pictóricas y
Fotografía. Lo más difícil de aquel trabajo era permanecer inmóvil. Quieto.
Estático. Entonces parecía picarte todo. Aprendí, entonces, a dominar mi
cuerpo. Todo está en el cerebro. Y yo mando en él. Hay cosas que no se pueden
controlar. Por mucho que practiques. Una erección, por ejemplo,(el priapismo juvenil
es una bendición). Tuve una en Morfología Artística. Además era un posado de
perfil. Mal momento y peor solución. Risas entrecortadas. Mi pose de guerrero
griego mancillada por aquel invitado inesperado. Una alumna lo plasmó con su
carboncillo, tal cual. Sobresaliente. El resto dejaron al pájaro durmiendo.
Los defensores del naturismo venden
la película del contacto con la naturaleza, la imposición absurda del vestido,
la libertad, aceptar como somos y aceptar el cuerpo del de al lado, el respeto,
la tolerancia y mil cosas más que yo resumo en una: somos seres altamente
freudianos y todos nuestros actos tienen un sentido sexual. Vamos, que lo de
liberarnos de tabúes está muy bien pero las playas nudistas están llenas de
gente cachonda. Además hay un resorte biológico que a los que somos propensos a
la poca vergüenza, se nos dispara con la edad. Me explico; Este tipo de playas
están llenas de viejos y viejas. Tetas enormes, carnes flácidas, testículos
descomunales y penes curtidos en mil correrías. Es como si llegada la edad de
la jubilación, también lo hiciesen de los prejuicios. Y claro, ¡mantengamos un
poco el sentido estético! Lo siento; todo no vale. Los cuerpos jóvenes -y para
qué negarlo- los más bellos, son más caros de ver. Dan ganas de acercarse a
ellos y decirles que lo hagan ya, que no esperen a tener cientos de años, que
enseñen –ahora que pueden- lo que tienen o que callen para siempre. Pero la
juventud es terca, tozuda. No escuchan ni aceptan consejos. La gente joven es
como tiene que ser; descreída, desvergonzada (menos en desnudarse en una
playa), sectaria y divina. La juventud es divina. Se pasa rápido. Ser joven es
un estado traicionero. Cuando quieres agarrarla para que no se vaya nunca, para
que no opte por desaparecer, te deja en la estacada y se volatiliza. Si te
encuentras a alguien joven excesivamente educado, culto, buen estudiante,
amante de la familia, con las ideas muy claras respecto a su futuro y feliz,
acabas pensando de él que es un viejo prematuro. Los jóvenes tienen que ser
gamberros y crápulas por definición. Los jóvenes hacen el amor sin preservativo
y tienen embarazos no deseados. Las chicas a las que les pasa esto se despiden
del divino tesoro por arte del Predictor. Se hacen adultas por imposición
intrauterina. Suele acabar mal. El chico huye con su esperma hacia otros lares,
pero ya ha entrado por la puerta de atrás de los adultos y quedará marcado de
por vida. La juventud es peligrosamente adictiva y tan efímera que se presta a
malgastarla sin contemplaciones, como un
jugador descerebrado arriesgando la casa de sus hijos en una partida infernal
de póquer.
Paco, el farero, ya hacía tiempo que
había olvidado que alguna vez fue joven. Yo, que atravesaba -como si de un
maldito lugar común se tratase- la crisis de los cuarenta, no conseguía
deshacerme de los recuerdos de juventud, pero también había dejado de serlo. Ahora,
convencido de que objetivos más intelectualoides, podrían redimirme de la
añoranza del tiempo que pasa, me había convertido en un escritor tardío y sin
obra publicada que aprovechaba cualquier oportunidad que me brindasen las
circunstancias y todo lo que pasaba a mi alrededor para inyectar, como si de un
yonki ochentero se tratase, la heroína de la vida en mis venas de cuarentón y
así poder sentir que seguía vivo. No dudé en aceptar la invitación de Paco, y
una tarde me presenté en Cabo de Palos, en
el faro que vio hundirse –como testigo mudo de la Historia- al Sirius en 1906.
El vapor italiano, con sus dos chimeneas y tres mástiles, unía Génova con Brasil y Argentina. Un cuatro
de agosto por la tarde, con el mar en calma, el Sirius chocó, encalló y se
hundió en el Bajo de Fuera. Se llevó consigo a más de doscientas cincuenta pasajeros
y un enorme cargamento de naranjas embarcadas en el puerto de Alcira. Todavía
reposa en fondo del mar. El mar. Estar
en él es como volver al vientre materno. Pero no flotando como si fueses una
boya barrigona. Me refiero dentro, con una masa inmensa de hache dos o encima
de tu cabeza. Aunque tal vez el famoso vientre materno no sea tan agradable…
¿Quién lo afirma? ¿algún neonato superdotado?¿cómo podemos saber que es un
espacio tan placentero? ¿por qué, si no, cuando te quedas encerrado en un
ascensor te dan los siete males? Un
ascensor cerrado que se para entre el tercer y cuarto piso puede ser como un
vientre materno. ¿no estabas tan a gusto en un espacio pequeño, rodeando de
líquido ammiótico y en posición fetal? Pues hala, adopta la postura y ¡quédate
en el puto ascensor! Pero a lo que iba. No dejéis que me despiste.
Einstein decía que el empleo de
farero era una de las situaciones más apetecibles para un investigador. Un
trabajo relativamente sencillo capaz de proporcionar la tranquilidad y
contemplación necesarias para abordar la investigación científica. Paco no era
precisamente un científico, pero tenía algo de loco. Después de bebernos unos
vinos subimos a lo más alto del faro. Todavía no era de noche pero Paco encendió la lámpara.
Después de perseguir algunas
gaviotas y algún que otro cormorán dirigí los prismáticos a un enorme petrolero
que se abría paso en el horizonte. Salimos fuera. Una balconada rodeaba aquella
zona del faro. Nos sujetamos a la barandilla. Alguien silbaba a mis oídos. Era
la voz del mar; continua, poderosa y rítmica. Imposible escuchar lo que decía
Paco. El mar lo inundaba todo y a todos
mientras giraba alrededor de la lámpara, contándonos a cada uno de nosotros,
una historia diferente e íntima. Paco apareció con una cometa. Se elevó, rauda,
más allá de la zona de vuelo de las gaviotas, que curiosas, observaban a la
intrusa. Pude oírle gritar: “Es el único faro del mundo desde el que se vuelan
cometas.” Fue sacando una cometa tras otra, hasta ocho. Anudadas a la
barandilla, volaban alto, rodeándonos y compitiendo entre ellas por elevarse un
poco más. Pude sentir como aquella mole
de piedra se desgajaba de sus cimientos centenarios y el faro, impulsado por el
viento, se elevaba guiado por sus alas de tela hacia un viaje incierto e
infinito. Debajo de nosotros, el Mediterráneo seguía brillando, ayudado por el
sol, con ese azul intenso, que de mágico, se confundía con el cielo.
Salí
de allí trastabillando a cada paso que daba. Parecía como si mil abejas
estuviesen zumbando dentro de mi cabeza. La playa de Palos se abría a mis pies,
desierta, y pude observar como cientos de pequeñas, redondas y anaranjadas naranjas valencianas luchaban
entre sí por abrirse paso y llegar al fin, triunfales, hasta la orilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario